La sinergia armónica de los hábitos morales en la evolución del desarrollo económico de la civilización. Apartado 3 – Capítulo VI

JUSTICIA Y ECONOMÍA

CAPÍTULO  VI

 LA  EXIGENCIA  CONTINUA  DE  LA  MORAL  PERSONAL  EN  LA ECONOMÍA  LIBRE  DE  MERCADO.

Apartado 3

La sinergia armónica de los hábitos morales en la evolución del desarrollo económico de la civilización.

El complejo mundo económico actual –aunque en lo fundamental no es muy distinto del de hace cuatro siglos (especialmente el tamaño de la población y el desarrollo tecnológico lo hacen distinto en ciertos aspectos)- está integrado fundamentalmente por multitud de unidades  económicas de decisión libres, autónomas e independientes, propietarias cada  una de ellas de una combinación completamente original de recursos  físicos y humanos sobre los que cada uno puede y debe actuar con libre y responsable poder de disposición y asignación en orden al incremento del  valor de sus bienes. Aunque teóricamente independientes, esas unidades, que tienen en el actuar personal responsable de sus propietarios el punto básico de referencia, son en realidad interdependientes entre sí ejerciendo influjos positivos o negativos de carácter multilateral en todas las direcciones. Una actitud y una decisión en un punto del sistema ejercen cada vez más rápidamente un efecto sobre parte del resto, y esa parte –a su vez- influencia con matices ya propios de cada cual al otro resto, y éste a otro y así sucesivamente. El sistema está siempre vivo haciéndose y reconstruyéndose dinámicamente con nuevas aportaciones. 

Pues bien, en ese continuo nacer y renacer, construir y rehacer de miles y miles de esas unidades tomando decisiones de inversión, consumo y ahorro, la escuela austriaca en general -y en especial Hayek- dieron una preponderancia notable a los hábitos que potencian el ahorro, que a su vez será la fuente de la inversión. Y como ahora veremos, el ahorro y la inversión son consecuencia de muchos de esos actos morales positivos que los católicos del siglo de Oro español insistían por activa y por pasiva en promover. Hayek mantuvo una polémica constante, especialmente con Keynes, a propósito de esta cuestión ya  que la teoría keynesiana fomenta e incentiva el consumo[1] desmesurado forzando incluso cierto consumo estéril e improductivo. Ello significaba que –en sentido inverso- desincentiva el ahorro así como la proporción, la moderación, la austeridad y la sensatez previsora. Además, téngase en cuenta que el fomento forzado de la demanda consumista crea engaño y fuerza la equivocación entre los potenciales consumidores.

Así, Ludwig von Mises –a quien tanto admiraba Hayek- dejó escrito:

Se denomina renta aquella suma que, sin merma de capital originario, puede ser consumida en un cierto período de tiempo. Si lo consumido supera a la renta, la correspondiente diferencia constituye lo que se denomina consumo de capital. Por el contrario, si la renta es superior al consumo, la diferencia es ahorro. (…) Cada paso que el hombre da hacia un mejor nivel de vida se halla invariablemente amparado en previo ahorro (…) Es por ello por lo que cabe afirmar que el ahorro y la consiguiente acumulación de bienes de capital constituyen la base de todo progreso material y el fundamento, en definitiva, de la civilización humana. Sin ahorro y sin acumulación de capital imposible resulta apuntar hacia objetivos de tipo espiritual.[2]

Se resalta magistralmente en esa cita la interdependencia temporal de  consumo, ahorro e inversión y la virtualidad económica de la ética del ahorro. Queda claro y patente que el ahorro es a la vez fruto del trabajo productivo anterior y de la abstención inteligente en parte del consumo actual con miras  a potenciar la capacidad de crear riqueza en el futuro. La importancia para el desarrollo económico de esos hábitos adquiridos –que nuestros autores, filósofos morales, recomendaban sin entonces saber muy bien por qué desde el punto de vista de la dinámica económica-  queda patente cuando nos damos cuenta que para conseguir ahorrar se necesita conjugar muchas virtudes como la laboriosidad y el bien hacer empresarial y personal, la austeridad inteligente, la prudencia no timorata, la sensatez, el temple de no depender de los demás, la visión de futuro, … etc. Y como lo ahorrado permite acometer por nosotros mismos, o financiar para que acometan otros, nuevos proyectos empresariales creadores de empleo y riqueza su influjo directo sobre el crecimiento económico resulta clave. El ahorro se convierte en la fuente del desarrollo económico. Por eso es lógico que todo aquello que lo estimule sea positivo y lo que lo entorpezca negativo.

Mercado por ejemplo, recomendaba sobriedad y austeridad[3] en los gastos, incluso a los más pudientes, añadiendo también al por qué hacerlo el evitar la envidia ajena. Todo ello demuestra el profundo conocimiento que de la naturaleza humana caída tenían a efectos prácticos:

Antes que entremos en los medios que se han de tomar, quiero dar a estos señores algunos buenos consejos, tales, que si los tomaren y siguieren, ya que no ganen gran hacienda, ganarán con ellos (a mi parecer) una gran reputación y buena opinión en el pueblo y excusarán muchos gastos dañosos a la bolsa y no muy honrosos a la persona. El primero es que no tengan gran casa, ni costosa así en edificios, como en criados, alhajas, piezas, joyas, atento a que como todo lo ganan vendiendo a los ciudadanos si les ven gastar mucho, sospechan luego que les han engañado en mucho. En lo cual tienen los mercaderes gran culpa, porque gastan su hacienda en vanidades, y caen en gran odio del pueblo, cosa que les cae muy a cuestas. Porque no puede sufrir la gente con buen ánimo el ver triunfar a otros con sus haciendas.[4]

 Y también, dejando claro de nuevo ese gran sentido común que les llevaba a reconocer que las grandezas y miserias humanas eran entonces las mismas que en la época romana por ejemplo:

A Publicola capitán romano tan provechoso a su patria, que la había librado de una fundamental perdición, no pudieron los romanos (con tenerle en suma reputación) déjar de murmurar en público y secreto, de verle aumentar en el servicio y administración de su casa un poco de más aparato y resplandor, pensando falsamente no haber sido bien adquirido. Cuanto más blasfemarán con despecho y rabia del mercader, cuyo aparato saben de cierto, que salió de sus bolsas: y haciendas. Así que en vivir modesto, excusa costa, ahorra dinero, y hácese bienquisto y acreditado.[5]

Recuerda todo esto aquella lucha constante de Hayek contra la teoría del subconsumo y la importancia que daba al ahorro como fruto también de la responsabilidad madura que se adelanta al futuro:

 Coincidían en unos planteamientos morales respaldadores de la actitud del hombre prudente que, motivado más por el deseo de mejorar en la estima de sus congéneres que por el de vivir en el futuro con mayor holgura, adoptaba la actitud de un buen padre de familia que, a través del ahorro, en todo momento se preocupa de mejorar la suerte de su negocio y familia[6].

Si el ahorro es, además de riqueza fruto del trabajo anterior, ausencia de consumo, todo lo que sea fomentar el consumo improductivo[7] que se dilapida en una mera ilusión efímera y hedonista, perjudica al ahorro. Para ahorrar se necesita ejercer un dominio personal y empresarial que implica una cierta moderación y ordenación en las diversas actividades humanas. El desorden aparece cuando se usan los bienes terrenales con exceso[8] o fuera de la medida necesaria para la consecución de los fines:

La justicia es una virtud que ordena al que la tiene a otro; pero las demás le ordenan a él a sí mismo. Por ejemplo. La templanza versa acerca del recto uso de lo deleitable al tacto; y así pone modo entre dos afecciones del mismo templado, a saber: que no sobrepase la razón en el uso de los manjares y de las funciones venéreas, y que  no tome más que lo que pide la sustentación de la vida.[9]

 Nos vienen a decir que una cierta austeridad creadora evita que el hombre se sumerja por completo en lo material, y ese autodominio, guiado por la inteligencia, fortalece y enriquece la voluntad y aumenta la libertad para conseguir su plenitud humana en el orden profesional y personal. En una sociedad donde la comodidad y el consumo[10], muchas veces improductivo, es ensalzada hasta cotas estridentes, se confunde la cima de la vida y el prestigio social con la ostentación material, y es difícil entonces difícil que el ahorro prospere en esos ambientes sociales. Su declive arrastra tras de sí el descenso de la inversión y la falta de vitalidad del mundo financiero que como hemos dicho se asienta en la confianza de los agentes.  Agentes que muchos de ellos -sin saber muy bien el proceso- se dan cuenta en su fuero interno que el consumo desmesurado por encima de lo  ahorrado acaba siendo perjudicial para las economías. Destacar por último que como el ahorro es la fuente del sistema financiero, si el ahorro falla el sistema se empobrece. Los mercados financieros, por definición, acuden y se desarrollan allí donde la vitalidad económica y el ahorro se expanden. Fomentar el ahorro no es sólo una actitud ética sino que tiene repercusiones importantes en el mundo económico y financiero.

La inversión necesita efectivamente del ahorro, pero también el ahorro precisa de la inversión inteligente, prudente y audaz para no quedarse estéril. La actitud diligente de los ahorradores les lleva a tratar de sacar el máximo partido a sus ahorros[11]. En la composición de sus inversiones, combinando riesgos, liquidez y rentabilidad también se pondrán de manifiesto muchas actitudes éticas personales. Sin mentalidad empresarial desplegada en todos los ámbitos de la actividad social dispuesta a invertir para poner en marcha proyectos productivos creadores de riqueza y empleo, el ahorro queda sin eficacia y se pone en peligro el ahorro futuro. Invertir significa emprender algo nuevo. Toda nueva inversión es apostar a que los ingresos actuales y futuros serán mayores que los costos. Si en una economía la actividad inversora se desmorona, la sociedad se anquilosa. Y esto ha ocurrido en todas las épocas según sus características diferenciadoras. Ocurría ya en siglo XVI o en la época griega o romana y sigue ocurriendo hoy en día.

Porque la actividad empresarial está íntimamente ligada a la inversión para materializar esos proyectos emprendedores creadores de riqueza y en busca de beneficio que, eso sí, debería obtenerse respetando las reglas, es decir, las  leyes humanas inspiradas en la ley natural. Esa es la piedra de toque, según ellos, para dictaminar si la consecución de beneficios era moralmente recomendable y promocionable o si  era, por el contrario, ilícita: el respeto a la ley natural. Respetando la ley natural, la actividad del mercader, del empresario como hemos visto -o incluso como luego veremos del especulador- resultan ser un arte laudable y beneficioso para el conjunto de la ciudadanía. Así, el empresario inventa y proyecta el modelo de producto o servicio que debe guiar al trabajo subordinado en la realización de su obra determinando su especie y características. El resto de la organización tiende a plasmar, en una materia concreta y ayudada de instrumentos adecuados, el modelo antes concebido. El trabajo empresarial se convierte en fuerza ejemplar en la creación e incremento del valor económico y tratará de hacer productivo el trabajo buscando la capacidad de servicio a los futuros usuarios finales  y  aumentar así el valor de las mercancías o servicios producidos.

Pues bien, uno de los rasgos éticos más característicos de la actividad inversora empresarial es la proporcionalidad entre los medios y el fin que se pretende conseguir. Si en el caso del ahorro las actitudes éticas  a destacar eran el temple y la austeridad en el uso y disfrute de los bienes materiales, en el caso de la inversión real hay que hablar de la fortaleza en cuanto fuerza y energía de ánimo, estabilidad y firmeza, que soporta y repele las grandes dificultades que se presentan y se oponen a la realización de proyectos positivos. Impide que el temor, retraimiento ante el mal que amenaza, por defecto, y la temeridad, inconsciencia de la magnitud de los riesgos, por exceso, impidan la realización de la inversión de acuerdo con los dictados de la recta razón. Y del mismo modo, la fortaleza pone modo entre el temor y la audacia[12].

La fortaleza no adultera la realidad, sino que la acepta tal como es. Con la fortaleza se puede hablar de grandeza para acometer grandes empresas; del mantenimiento constante en el esfuerzo; de perseverancia que requiere esfuerzos continuados en el tiempo hasta la finalización del proyecto; o de la confianza que puede apoyarse en las posibilidades personales o en la fuerza de los demás. La verdadera fortaleza evita la presunción en cuanto confianza desmedida en las propias fuerzas y falsa autosuficiencia, consecuencia de una apreciación subjetiva y equivocada de las verdaderas posibilidades.

Todo ese conjunto armónico del ejercicio de esos distintos  hábitos operativos  –y teniendo siempre como punto de referencia la justicia conmutativa que los engloba a todos y se manifiesta en todos ellos- se ponen en práctica en el proceso dinámico y humano de carácter económico. La justicia implica la referencia a la cooperación y coexistencia de cada uno con los demás e implica arreglo, ensamblaje, encaje y armonía. Es, por eso, especialmente relevante para el funcionamiento idóneo de los mercados. La justicia conmutativa no se agota en sí misma sino que se proyecta hacia fuera contribuyendo al desarrollo de la justicia social, de la legal y del bien común. Y ese conjunto armónico enriquecedor es el que -inspirándose también en los clásicos- supieron desarrollar con maestría los escolásticos españoles del siglo XVI español que estamos estudiando, así como todos los demás que se puedan englobar en la llamada Escuela de Salamanca. En estos aspectos hay una coincidencia general ya que coincidencia había en el ámbito católico en los principios de la ley natural accesibles por la simple inteligencia natural, y universalmente.

Por todo ello, y sólo con lo dicho hasta aquí se puede concluir fácilmente la falta de fundamentación de la teoría de Max Weber sobre el espíritu del capitalismo que radicaba según él en el protestantismo –especialmente el calvinista- y en el que el catolicismo no habría hecho más que retrasar y ahogar su despertar. Ya Lucas Beltrán ponía en entredicho esta teoría:

Con el paso del tiempo, las críticas a la idea de Weber se han multiplicado. Por un lado, se han formulado argumentos contra sus razonamientos. Por otro lado, los hechos posteriores no los han confirmado; después de la Segunda Guerra Mundial, las naciones en que la libertad económica y el desarrollo han sido mayores no han sido aquellas en que el calvinismo domina; han sido, en primer lugar, las del Mercado Común Europeo (en su mayoría católicas) y el Japón (budista y shintoísta); algunos países subdesarrollados han aplicado enérgicamente medidas económicas liberales y han tenido un crecimiento que ha sorprendido a todos; son, por ejemplo, Puerto Rico, Corea del Sur, Formosa, Hong Kong, Tailandia, Malasia, Singapur; la heterogeneidad religiosa de los mismos hace ver a la teoría de Weber como arbitraria y desfasada[13].

 [1]   Muchos autores han creído que la causa de los ciclos depresivos está en la insuficiencia del consumo por un exceso de ahorro dando credibilidad a la llamada paradoja del ahorro. El exceso de ahorro fluye hacia la inversión. Esta afluencia de ahorro hacia las empresas hace que éstas incrementen su producción de bienes de consumo. Pero entonces las empresas incurren en un exceso de producción porque la capacidad adquisitiva de los consumidores no alcanza a comprar tantos bienes como se producen en la nueva situación. La fase depresiva del ciclo se establece al aparecer en el mercado una superproducción general de bienes de consumo. Es esta una teoría simplista que se mueve en un ámbito mas bien estático y atemporal. Se debe comparar con la dinámica de la teoría de los ciclos de Hayek donde se considera la mayor complejidad de la estructura del capital y de los cambios en los precios relativos de los distintos bienes.
[2]    Mises, Ludwig Von, La acción humana, 5 ª ed., Madrid, Unión Editorial,  1995, pp. 317-18.
[3]    Esa templanza física y ese moderarse lo llevaban también al ámbito de la templanza espiritual y así la  recomendaban incluso en el hablar con razonamientos significativos: Item deben ser en su hablar reportados y de pocas palabras, atentos, que si hablan mucho: como siempre hablan en derecho de su dedo, pensarse ha dellos, que en todo engañan. En cualquier negocio (dado sea ajeno, que es menos sospechoso) jamás muchas palabras (según dice el Sabio) fueron libres de culpa, cuanto más en los propios: do aun las pocas no carecen de sospecha. Item deben aborrecer el jurar, y acostumbrarse a nunca hacerlo. Atento, a que si no lo tienen muy aborrecido, como siempre les mueve su propio interés: jurarán por momentos. Y como las más veces lo que tratan es incierto y dudoso: pensarán que dicen la verdad, y mentirán. Así de cien juramentos que hagan sin exageración alguna, los ciento y uno serán perjuros. Tomás de Mercado, Suma de Tratos y contratos, Madrid, Editora Nacional. 1975, [121], p.148.
[4]    Tomás de Mercado, Suma de Tratos y contratos, Madrid, Editora Nacional. 1975, [119], p. 147.
[5]    Tomás de Mercado, Ibid, [120], p.147.
[6]    Friedrich A. Hayek. Derecho, Legislación y LibertadEl orden político de una sociedad libre, V. III, Madrid, Unión Editorial, 1982. p. 285.
[7]    Conviene en cualquier caso hacer una matización respecto a los gastos de consumo. Los economistas clásicos dejaron ya bien clara la distinción entre consumo productivo e improductivo. Diferenciar consumo productivo e improductivo es importante.  Su diferenciación y elección en cada caso concreto es
una decisión ética y económica personal. Hay que evitar anatematizar por principio todo gasto de consumo grande, pequeño o nimio.
Digo esto porque a veces se lanzan mensajes asustadizos que pueden ser contraproducentes por el «efecto reductor» que pueden provocar en épocas de crisis. Lo que nos dirían nuestros autores es que no hay que gastar en lo superfluo ni  en lo estéril e improductivo ni  en lo que genera un efecto de adicción negativa que deshumaniza. Pero  ese autodominio hay que realizarlo tanto en épocas de crisis como en épocas de euforia y expansión. Pero ¿por qué los particulares no vamos a gastar de lo nuestro en lo que cada uno, libre y responsablemente, consideramos más conveniente y enriquecedor? No hay que reducir el gasto sino reconvertirlo y purificarlo de impurezas. El gasto en un punto impulsa en otro la producción de lo que se demanda. Cfr. Jose Juan Franch. La fuerza económica de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1998, Cap. IX: Ética en la liberad de los mercados, pp. 289-327 Ver también www.josejuanfranch.com
[8]   Al igual que la información excesiva y abrumadora se convierte en perplejidad, desinformación e ignorancia de hecho, de igual forma el consumismo, la abundancia excesiva de bienes, deseos y nuevos bienes se acaba convirtiendo en hastío y, a la postre, en pobreza y escasez de lo auténticamente valioso.
[9]   Domingo  de Soto, Tratado de la justicia y el derecho, T. II, Madrid, Editorial Reus, 1922,      pp.188-189.
[10]  La inercia de las costumbres humanas, deslumbrada por el espejismo del “homo aeconomicus”, disfrutador a cada vez más corto plazo, continuamente se autoalimenta y regenera en su carrera cuasi mecánica hacia un consumo material cada vez más efímero, variable e instantáneo. La economía de mercado por sí misma es neutral respecto a los fines. Las orientaciones son marcadas por los actores con libertad personal. Tal sistema multisecular de libre intercambio orienta automáticamente los recursos productivos hacia el incremento de los flujos de bienes y servicios de mayor demanda. En el propio mecanismo de mercado no hay sin embargo un sistema impersonal y automático que provoque la disminución de los flujos indeseables. Son las personas que toman las decisiones en ese entramado las que deben matizar por el sentido común tales flujos y su reordenación. Cfr. Jose Juan Franch. La fuerza económica de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1998, Cap. IX: Ética en la liberad de los mercados, pp. 289-327. Ver también www.josejuanfranch.com
[11]   Ya vimos que la doctrina de Locke sobre la propiedad tiene en algunos aspectos un cierto paralelismo con la de los escolásticos considerados. Pues bien, siguiendo la doctrina de Locke según la cual cada uno  tiene un derecho de libre y exclusiva disposición sobre los frutos de su trabajo, la responsabilidad última del uso que se dé a cada capital acumulado es del propietario. En los mercados nacionales e internacionales el protagonismo inversor corresponde, cada vez con mayor intensidad, a las sociedades colectivas de inversión: fondos de pensiones, de ahorro, de inversión inmobiliaria etc. Se mueven por criterios técnicos generalmente y son los nuevos árbitros de los mercados de valores en todo el mundo. En un entramado financiero sofisticado como el actual es lógica cierta cesión de responsabilidades a sociedades especializadas pero siempre conviene ser conscientes que la responsabilidad última es de cada agente particular que ahorra e invierte sus ahorros. Cfr. Jose Juan Franch. La fuerza económica de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1998, Cap. IX: Ética en la liberad de los mercados, pp. 289-327 Ver también www.josejuanfranch.com
[12]   Domingo  de Soto, Tratado de la justicia y el derecho, T. II, Madrid, Editorial Reus, 1922,      pp.188- 189.
[13]
Las ideas de Max Weber en general, y esta idea sobre el origen de la economía de mercado en particular, encontraron amplia acogida. Pero ya desde el principio no faltaron objetores. Lujo Brentano afirmó que
Weber exageraba la importancia de los factores religiosos en el origen del capitalismo; dijo que descuidaba los movimientos intelectuales favorables al espíritu de empresa pero alejados de la religión: tan poderoso disolvente de la ética medieval fue Maquiavelo como Calvino; por otra parte, el capitalismo no se desarrolló exclusivamente en las regiones calvinistas: Italia, país sólidamente católico en los años de la Reforma, fue uno de los focos del desarrollo económico bajo el signo de la libertad de mercado. Lucas Beltrán, Ensayos de Economía Política, nº 14, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1996, capítulo XIX.

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CAPÍTULO  VI

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