Teoría del desenvolvimiento ético y moral buscando la excelencia.  Una interpretación – Apartado 7 – Capítulo VI – Justicia y Economía

JUSTICIA Y ECONOMÍA

CAPÍTULO  VI

 LA  EXIGENCIA  CONTINUA  DE  LA  MORAL  PERSONAL  EN  LA ECONOMÍA  LIBRE  DE  MERCADO.

Apartado 7

Teoría del desenvolvimiento ético y moral buscando la excelencia.  Una interpretación.   

Esta teoría está fundamentada en principios hayekianos evolutivos y es especialmente apropiada para ser aplicada a la interconexión de los mercados de bienes y servicios, así como al de los activos financieros y a la interdependencia de las virtudes morales[1] que tan bien explicaron nuestros filósofos morales del siglo de oro. Interdependencia y armonía moral estimulada continuamente  por la aspiración a la excelencia en el actuar. Téngase en primer lugar en cuenta que siempre ha ocurrido que la competencia ética y moral no es otra cosa que competencia en calidad humana. Si ello ha ocurrido siempre, debe también señalarse que hoy en día, en los numerosísimos intercambios diarios –cada vez mayores en cuanto que estamos en una era mucho más poblada de personas físicas y también de personas jurídicas- prevalecen en la actualidad más los intercambios de ideas, actitudes e información que los intercambios de mercancías. En unas sociedades con altos índices de productividad, y saturadas las más desarrolladas de bienes materiales, se hace cada vez más imprescindible el intercambio civilizado de actitudes, hábitos positivos y conocimientos: las relaciones humanas interpersonales.

Si el intercambio  real y monetario es un fenómeno de suma multiplicadamente positiva, con mucha mayor razón y fundamento la comunicación, transparencia y contraste de las conductas morales ejemplares. Con indudables ventajas añadidas: un hábito positivo, aunque se  transmita de forma ejemplar y gratuita a los demás, sigue perteneciendo también al patrimonio personal de quien lo posee y practica. Aunque enriquece a los demás no  empobrece a quien lo practica y lo pone habitualmente por obra. Al contrario, enriquece aún más a quien repetidamente lo transmite con su actuar. Por lo tanto, quien lo da a los demás, paradójicamente, no necesita nada a cambio. Es también, y quizás es ésta su mejor virtualidad, un aprendizaje personal.

El libre y responsable intercambio de actitudes, a través de ese instrumento valiosísimo de coordinación e información que es la ciencia moral de las virtudes clásicas –tan hayekiana y que desarrollaremos aún más en el último capítulo- , va guiando a los sujetos mostrándoles cómo podrán alcanzar mejor sus propios objetivos en libre cooperación. Se convierte así  esa ciencia práctica en una institución que ordena espontáneamente el sistema en su conjunto dotándolo de razón y sentido. Cada hábito de conducta, así como los actos pertinentes que van conformando esos hábitos operativos -al igual que vimos que ocurría con cada precio en la economía monetaria- es irrepetible y contiene información privilegiada para todo el que lo sepa comprender y practicar porque es fruto de la actuación y experiencia original de las personas concretas de carne y hueso.

Bien podría aplicarse la que podemos llamar teoría hayekiana –en algunos aspectos similar a la schumpeteriana del desenvolvimiento económico- donde los factores diferenciadores con respecto a la competencia fuesen precisamente las innovaciones morales y ejemplarizantes en el actuar. Conviene tener en cuenta que desde el punto de vista de la lógica económica más moderna el factor más importante de desarrollo no es ni el  capital, ni la tecnología, ni los recursos materiales, sino la  realidad y capacidad siempre original y creativa del factor humano.

Partiendo de una hipótesis de trabajo con beneficio cero generalizado, o lo que es lo mismo, una situación estancada o estática en un cierto nivel moral del conjunto, quien fuese capaz de incorporar con presteza una innovación mejor en la conducta moral de sus directivos y subordinados, generaría un grado de solvencia y confianza entre sus clientes, proveedores (también de capital), asesores, accionistas, prestamistas y prestatarios… etc, que provocaría un valor añadido en calidad humana y reportaría beneficios diferenciales. Desde luego aportaría beneficios en cuanto a confianza en su persona o en su empresa o en su proyecto o institución, pero lo que se nos viene a decir es que esos beneficios morales acabarían transformándose también en beneficios económicos y monetarios. Esas innovaciones en calidad humana -implantados en una sociedad abierta con competencia armónica y libre concurrencia- se extenderían por todo el entramado financiero y empresarial eliminando aquellos beneficios extraordinarios que se produjeron entonces y se volvería a una nueva situación estática o conformista en estabilidad que Schumpeter denominaría de  beneficio cero pero en un nivel más alto de perfección moral generalizada. La búsqueda de nuevas rentabilidades morales y económicas estimulará nuevas y originales mejoras ejemplarizantes en la conducta. Desde el protagonismo del sentido ético y moral  en el ámbito de los intercambios en los mercados y en las relaciones interpersonales se consigue la propia mejora y se ejercita y estimula la dinámica de la responsabilidad moral en todo el conjunto de la sociedad. .

No hace falta insistir en las sinergias continuas y altamente multiplicadoras en el bien hacer de este proceso hayekiano y schumpeteriano de las mejoras de aquellos hábitos que se potencian unos a otros en el ámbito económico y social. El arte de la conducta moral sincronizada buscando la excelencia por parte de todas las personas e instituciones que intervienen de una u otra forma en los mercados de bienes y servicios -así como  en los mercados financieros- no es un valor añadido supletorio fruto de la bonomía y para embellecer artificialmente el proceso, sino que es condición intrínseca necesaria para su buen funcionamiento técnico y para que pueda cumplir eficazmente su importante misión de colaborar al crecimiento económico y al crecimiento del empleo. Al hilo de nuestros autores de hace cuatro siglos, bien podemos decir que aunque la moral individual e institucional puede perjudicar aparentemente a corto plazo a sus actores, la moral generalizada de todos beneficia multiplicadamente a todos. Las conductas morales,  además, se autoalimentan y retroalimentan  mutuamente tanto al nivel personal como al social. Si -como decían  también los clásicos- el bien es difusivo y atrae hacia sí a lo demás, bien podemos concluir que hay un mundo nuevo por descubrir desde la rentabilidad segura, también económica y monetaria, de la moral que deriva de los principios universales que todos conocen de la ley natural.

En sintonía con todo lo anterior no me resisto a citar una parte importante de la conferencia que Rafael Termes pronunció precisamente en Salamanca en la reunión anual de la asociación española de Ética, Economía y Dirección:

Mi preferencia por el sistema liberal viene impulsado por la moral porque, si bien la moral, que no tiene competencias técnicas, no dice al médico qué terapias debe elegir, sí le insta para que aplique aquella que, a su juicio, ha de ser mejor para el paciente; como tampoco dice al arquitecto cómo debe construir la casa, pero le responsabiliza del empleo de técnicas que garanticen la seguridad del edificio. De la misma forma, la moral, ni la natural ni la de la Iglesia Católica, a la que me siento vinculado, me dicen qué sistema económico-social debo elegir, pero me instan para que elija aquel que, a mi juicio, de acuerdo con la experiencia, produzca los mejores resultados o, si se quiere, aquel que se aproxime más a la realización del “bien común “, entendido como la realización de “todo el hombre”, es decir, su realización integral, y la realización de “todos los hombres” que constituye la sociedad; porque el “bien común” de la sociedad sólo subsiste en la vida de las personas. Y el sistema que, dentro de las imperfecciones propias de toda obra humana, cumple mejor, o, si se quiere, menos mal el objetivo descrito, es, a mi entender, el sistema liberal.

 Y es aquí donde vienen en mi ayuda aquellos colosos que, entre 1520 y 1617, en esta Salamanca que hoy nos acoge, como también en Alcalá de Henares y en Lisboa, enseñaron Teología Moral, desde un profundo conocimiento de la economía, estableciendo, por primera vez, la teoría cuantitativa del dinero; descubriendo la teoría del tipo de cambio basada en la paridad del poder de compra; y asentando la teoría del valor basada en la utilidad, anticipándose tres siglos a las aportaciones de los marginalistas, uno de los cuales, Carl Menger, con sus discípulos Böhm-Bawerk y Wieser, puede considerarse como el fundador de la escuela austriaca, renovada años más tarde por Mises y Hayek, y cuyos actuales seguidores no se recatan de proclamarse en la línea del pensamiento de nuestros escolásticos de Salamanca.

 Todos estos maestros, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Molina, Tomás de Mercado, Martín de Azpilcueta, Juan de Medina, Juan de Mariana, por citar tan sólo los más ilustres, tenían ante todo preocupaciones pastorales y en sus “Manuales de Confesores” pretendían resolver los problemas de conciencia de los negociantes –la naciente clase burguesa- a la luz de la Teología Moral. Pero lo hacían no, como desgraciadamente después demasiadas veces ha sucedido, mediante presuntuosas declaraciones producto del más profundo desconocimiento de la realidad económica; sino con el fundamento que les proporcionaba el haber desentrañado el sentido de las leyes económicas y su núcleo invariante.[2]

Y nada mejor para concluir el capítulo que este clarividente texto de Hayek sobre el proceso evolutivo que atisba el misterio y que está escrito desde la humildad de quien trata de entender y de explicar lo que en modo pleno es inexplicable e inexpresable: 

 Una primera respuesta podemos encontrarla en la idea de la que parte esta obra, es decir la evolución del orden moral a través de la selección de los grupos: sólo los grupos que se comportan conforme a ese orden logran sobrevivir y prosperar. Pero hay algo más. Si estas normas de conducta no surgieron de la comprensión de los beneficiosos efectos producidos por el establecimiento de un extenso orden de cooperación hasta entonces inimaginable, ¿de dónde pudieron surgir? Y, más importante aún: ¿cómo pudieron vencer la fuerte oposición del instinto y, más recientemente, de los ataques de la razón? Aquí es, precisamente, donde interviene la religión.[3]

 Esto significa que, nos guste o no, debemos en parte la persistencia de ciertas prácticas, y la civilización que de ellas resulta, al apoyo de ciertas creencias de las que no podemos decir que sean verdaderas –o verificables, o constatables- en el sentido en que lo son las afirmaciones científicas, y que ciertamente no son fruto de una argumentación racional. Pienso a veces que, por lo menos a algunas de ellas y como señal de aprecio, deberíamos llamarlas “verdades simbólicas”, ya que ayudaron a quienes las asumieron a “fructificar, a multiplicarse y llenar la tierra y dominarla” (Génesis,  1:28).[4]

[1]   La mayor o menor libertad de los mercados depende la mayor o menor calidad de los sistemas de comunicación que son los mercados. Un mercado es una forma de relación social establecida libremente, puesto que el intercambio es libre. Esa libre comunicación dirigida al intercambio exige cooperación entre quienes participan. Y requieren además una estabilidad suficiente para que se pueda quedar iniciar, desarrollar y finalizar los intercambios en periodos más o menos largos. Es decir, los mercados, para que sean eficaces, han de ser  estables. Por consiguiente, la calidad de los mercados estriba en la libertad, cooperación y estabilidad de sus miembros. Si fallan estos aspectos, el mercado se deteriora. Si por ejemplo, los engaños son frecuentes, la libertad se recorta y la cooperación se debilita. Y por supuesto, los mercados se corrompen. Jesús de Garay, Economía y neutralidad ética, Sociedad y Utopía, en Revista de Ciencias Sociales, nº 5, Marzo de 1995, p. 133
[2]       Rafael Termes Carreró,  “Humanis5mo y ética para el mercado europeo”,en  Europa, ¿mercado o comunidad? De la Escuela de Salamanca a la Europa del futuro. Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca, 1999, p. 32
[3]   F.A. Hayek, La Fatal Arrogancia. Los errores del Socialismo,  Obras Completas, vol. I, Madrid, Unión  Editorial, S.A., 1990, pp. 211-212.
[4]   F.A. Hayek, Ibid., p. 213.

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